EDUCACION EN MESOAMERICA

·         EDUCACIÓN  EN  MESOAMÉRICA

                                       
En el vasto territorio de lo que hoy es México, desde el segundo milenio, antes de nuestra era, hasta el año 1519, se desarrolló la excepcional civilización mesoamericana, compuesta de una gama de culturas originales: la olmeca, la maya, la mixteca, la teotihuacana, la azteca y la tolteca. En la parte más elevada de la región cultural, como simbólica pirámide natural, se encontraba el Valle de Anáhuac o de México, corazón de Mesoamérica. Las aguas atrapadas entre una cadena de volcanes formaron cinco lagos de poca profundidad, en torno a los cuales se asentaron diversos grupos humanos, en épocas distintas. 


Los mexicas, procedentes del norte, del mítico Aztlán, llegaron tardíamente a la meseta central, por lo que tuvieron que aceptar la supremacía de Azcapotzalco, aunque no por mucho tiempo. En menos de 50 años, la "Serpiente de Obsidiana" dominó a los antiguos amos y estrechó sus anillos en torno a la Triple Alianza con Texcoco y Tacuba, que dividiría el Valle en tres esferas de influencia. El espíritu inicial cambió rápidamente, y en realidad el emperador mexicano era quien predominaba sobre los otros dos. 

Con el tiempo, la zona de influencia azteca habría de extenderse hasta el sur, a la región maya y más allá. Así, México-Tenochtitlán desplegó un orgulloso señorío sobre las aguas: el soberano azteca se convirtió en sinónimo de poder y dominio. Los tributos de los pueblos circunvecinos se desbordaron sobre la ciudad. De afianzar la hegemonía económica y comercial se encargaron los pochtecas, cuyas caravanas recorrían, infatigables, miles de kilómetros de territorios altos y bajos, selváticos y semidesérticos por igual. Lujo y riqueza colmaron el Imperio, régimen teocrático y militarista que se pregonaba heredero de la milenaria cultura tolteca. Nunca antes los mesoamericanos habían sido testigos de tal esplendor.





Los aztecas no sólo se preocuparon de expandir sus dominios, sino que, deliberadamente, también reescribieron su pasado histórico; destruyeron (por indignos) los documentos relativos a los antecedentes tribales y construyeron la nueva historia, tal como la conocemos hoy. Con ello, elaboraron lo que antropólogos y sociólogos contemporáneos llaman el "mito fundacional" del poderío tenochca: el Sol, representado por el águila, al posarse sobre el nopal marcaba el lugar donde debía establecerse México-Tenochtitlán, y señalaba a sus habitantes como el pueblo elegido para cumplir una misión cósmico: mantener vivo al Astro Rey. No imaginaban los pueblos mesoamericanos que la vida que conocían llegaría a su fin y que ellos serían parte esencial de un nuevo pueblo.


Para hablar de la educación pública en México, es necesario remontarnos hasta las sociedades nómadas en las que se tenían conocimientos precarios que eran transmitidos para la sobrevivencia de aquellas culturas como la caza, pesca y la recolección.

           Los aspectos educativos no sistemáticos se fueron formalizando a partir de la sedentarización de los pueblos (chichimecas y nahuas). Los conocimientos impartidos iban desde la escritura, pasando por las matemáticas, hasta la astronomía, incluyendo aspectos religiosos y rituales.

                Las culturas nahua y maya sobresalieron en la formalización de la educación, pero fueron los aztecas, en su etapa más tardía, quienes se organizaron y sentaron las bases para crear la educación pública (calmécac y tepochcalli).






Las culturas como la zapoteca, la maya o la teotihuacana no transmitían sus conocimientos y formaban las conciencias de su población infantil y juvenil por medio de la escuela. Mas aún, no es verosímil, que pueblos mucho más antiguos como el olmeca, hayan carecido de instituciones dedicadas a transmitir el conocimiento e inculcar los valores y las tradiciones a los hijos.

Los conquistadores investigaron las formas de vida, creencias, instituciones e historia mexicas y registraron la información en español, en letra latina. Por su parte los indígenas aprendieron el sistema fonético latino y lo utilizaron para transcribir al papel su historia y sus tradiciones en su propia lengua. A partir de estos escritos conocemos con un poco de detalle la vida mesoamericana.

El culto a los dioses iba ligado al trabajo, un trabajo en el que se instruía al ser humano, con discursos elaborados, a partir del nacimiento y hasta el momento en que el cadáver era despedido de los suyos en los ritos mortuorios, entendiéndose que, para los mexicas, el alma del niño y el cuerpo del difunto estaban capacitados para escuchar y atender lo que se les decía en aquellas floridas piezas de oratoria. 


El maestro cumplía un papel protagónico en la sociedad, y era un personaje de gran aprecio en la sociedad mexica. Los Tlamitinime eran los maestros que humanizaban los rostros, que era la manifestación de un yo que se ha ido adquiriendo y desarrollando por la educación. Pensaban que con la educación se hacían los sabios, los rostros ajenos y se humanizaba el corazón de la gente. Con el espejo que les ponían delante para hacerlos cuerdos y cuidadosos, se les daba a su personalidad. Se llamaba la Ixtlamachiliztli, a la acción de dar sabiduría.

En cuanto a la formación del niño y la niña mexica, eran consagrados unos a la preparación militar y otros a los estudios de la ciencia y el sacerdocio. A los niños varones, desde pequeños, los padres procuraban llevarlos al maestro del Calmécac o el Tepochacalli, para inscribirlos y prometerlos en cualesquiera de las dos escuelas. Con objeto de que llegado el momento entrasen a ellas después de los ocho años. Los hijos de los nobles iban al Calmecac para consagrarlos a Quetzalcóalt y al estudio que los prepararía para el sacerdocio y puestos elevados de administración pública y jurídica. Era vida de penitencias rigurosas, de ayunos y renunciamientos.

Los consagrados a Tezcatlipoca en el Tepochcalli, en donde básicamente se entrenaba a los jóvenes para la guerra, llevaban una vida menos rigurosa. Pero si algún estudiante se distinguía, podía pasarse al Calmecac.


El Tepochcalli ("casa de jóvenes") era la escuela a la que iban casi todos los plebeyos. Eran muy numerosos, pues se dice que existían diez o quince en cada barrio.

El Calmécac (“lugar de la hilera de casas”) era la escuela destinada a la nobleza, aunque no en forma exclusiva.  Estas escuelas no eran tan abundantes, pues solo había siete en la ciudad.

La disciplina y el contenido de la educación en el Calmécac eran muy distintos a los del telpochalli. En ambas escuelas se tomaba en cuenta, desde los primeros años, la posición que el individuo ocuparía como adulto en la sociedad. La educación tenía como propósito fundamental, formar la personalidad del individuo, lo cual se expresaba en lengua náhuatl como "in ixtli, in yollotl", "alcanzar el rostro y el corazón".

El noble iba a prepararse en todos aquellos campos que le permitieran actividades de dirección. Lo primero era la educación en el campo del mando político. Los nobles aprendían a regir, y en su preparación ocupaba un lugar muy importante la retórica, como es obvio en un pueblo al que los discursos emocionaban hasta las lágrimas. También se incluían las actividades de alta tecnología, entre ellas la construcción de obras hidráulicas o monumentales, actividades en que las fuentes señalan a los más altos personajes. En materia religiosa era fundamental el manejo de los cómputos calendáricos, entre los que destacan dos ciclos: el de 365 días, de carácter agrícola religioso, dividido en 18 "meses" en los que quedaban distribuidas las principales fiestas del culto, y el de 260 días, adivinatorio.

En el telpochcalli, aunque la educación religiosa era muy importante, se hacía hincapié en el trabajo y en las actividades militares. Esto tenía también el carácter de beneficio para la colectividad.

Los niños, desde edad temprana participaban en los combates. Eran los encargados de cargar el matalotaje de los guerreros, en la medida de su vigor físico. Con frecuencia un militar experimentado, persona hábil escogida por el padre del menor, le servía como instructor en el campo de batalla, mientras el niño actuaba como su ahijado o escudero. Los novatos veían la lucha desde lugares seguros; pero su afán aventurero y su deseo de iniciar el ascenso jerárquico los impulsaba a lanzarse, en grupos de tres, cuatro o cinco, a sorprender a algún enemigo en desventaja. Si podían dominarlo, capturándolo vivo, obtenían su primera posición prestigiosa y pedían que se les cortara un mechón de pelo que, como señal infamante, llevaban los que nunca se habían distinguido en el combate. Su peinado sería ahora diferente, honorífico: se les rapaba toda la cabeza, con excepción de un mechón que caía sobre una de las orejas. Ya no volverían a ser simples cargadores en la guerra, y tendrían autoridad como maestros de sus compañeros más jóvenes. Sin embargo, no se les permitía atrapar otra vez en grupo a un enemigo; la siguiente acción guerrera debía ser una proeza individual. Se les decía que si la captura del enemigo se realizaba de nuevo en grupo, les dejarían crecer un mechón sobre la otra oreja, lo que no era muy atractivo en los varones, pues era éste un peinado femenino.


 La diferencia de educación de los niños plebeyos y los nobles, estaba en razón directa de las responsabilidades y privilegios que tendrían los estudiantes en su vida adulta. En primer lugar, había una gran continuidad en la especialidad familiar de trabajo: por regla general, existía la rigidez de la herencia paterna en el desempeño de las profesiones, y buena parte de la transmisión de los oficios era una actividad educativa doméstica.

En cuanto a la educación formal, había una enorme distinción en cuanto al rigor disciplinario del telpochcalli y el calmécac. El niño plebeyo, al tener que auxiliar a su familia desde edad muy temprana en las actividades económicas, entre ellas las agrícolas, tenía más facilidad para entrar y salir con frecuencia del templo-escuela. Llegado a la madurez sexual, el joven tenía ciertas libertades, como la de pasar ocasionalmente la noche fuera del templo.

En cambio para el niño noble la vida era muy dura: en primer lugar, al menos en el plano normativo e ideal, tanto la muchacha como el joven nobles eran castos. La virginidad, incluida la masculina, era muy apreciada entre los mexicas, y una de las virtudes que se estimaban en el guerrero era su alejamiento de la carnalidad. Los jóvenes y las doncellas nobles vivían encerrados en sus escuelas, sometidos a una estricta vigilancia. Si algún muchacho era sorprendido en aventuras amorosas, se le chamuscaban los cabellos, se le lanzaba a la calle y nunca más podía volver con sus compañeros de escuela.

 En cuanto al trato de los niños nobles en las escuelas, las fuentes documentales dicen que los alimentos que les llegaban de sus casas no eran entregados específicamente a un destinatario familiar, sino que se distribuían entre todos, arrojándoles la comida para que aprendieran a ser humildes.

La diferencia en el trato iría a ser un argumento más que los nobles esgrimirían para ejercer las actividades directrices de la sociedad, y a partir de ellas, para gozar de una vida adulta privilegiada. Ostentaban sus poderes y prerrogativas justificándolos por distintas vías: el ser descendientes de un dios patrono, Quetzalcóatl, que les había legado la función del mando; el pertenecer a linajes de hombres que, supuestamente, habían cumplido sus obligaciones con responsabilidad, habilidad y moralidad extremas a través de todas las generaciones, y en tercer lugar, precisamente, el haber sido educados en el rigor los nobles y en la ligereza los plebeyos. 


No había un solo niño que no tuviera la obligación de ir a la escuela. La enseñanza se daba a todos los miembros de la sociedad como un derecho y una obligación comunales. La obligación quedaba reforzada ideológicamente por medio de las creencias religiosas. Se creía que todo recién nacido que no era llevado al templo-escuela estaba en un grave peligro de perder la vida, pues carecía de la protección del dios tutelar. Era una especie de "inscripción" religiosa, basada en la creencia de que el individuo tenía varias almas, que era posible desprenderse de porciones de ellas y que las porciones quedaban comunicadas entre sí. El niño era llevado ante los sacerdotes del templo-escuela, que lo recibían en nombre del dios tutelar. Como los sacerdotes no podían quedarse al cuidado del recién nacido, lo devolvían a sus padres, pero retenían como prenda unas cuentas en las que se creía que estaba depositada una porción del alma de la criatura. En esta forma, a la distancia, el niño era protegido por el dios de su templo en tanto que llegaba a la edad apropiada para ingresar en calidad de sacerdotillo. El escolar encontraba en el templo una organización jerárquica. Había estrictas reglas de ascenso que permitían a los más dedicados ir alcanzando sitios que los iniciaban a una vida adulta también jerarquizada. Salían a la edad del matrimonio. La sociedad mexica, preocupada, como muchas otras sociedades militaristas, por la reproducción de sus miembros, daba un alto valor a la constitución de la familia. 

La forma normal de dejar la escuela era la solicitud del permiso para casarse. El celibato era muy mal visto, a menos de que se renunciara a la formación de una familia para hacer una carrera de maestro-sacerdote. En el ritual de salida se repetía el modelo de la dedicación a la escuela: se dejaba como prenda un hacha de piedra, y se creía que en ésta quedaba una parte del alma del antiguo alumno. Era señal de que, aunque casado e independiente, el hombre continuaba espiritualmente, para siempre, como uno de los sacerdotes de aquel templo.

La escuela femenina o Ichpochcalli ("casa de doncellas"), dedicada a distintos dioses, donde todas las doncellas de doce y trece años, a las cuales llamaban "las mozas de la penitencia", vivían en castidad y recogimiento, como doncellas diputadas al servicio de Dios, las cuales no tenían otro ejercicio que barrer y regar el templo, y hacer cada mañana de comer para el ídolo y para los ministros del templo, de aquello que se recogía como limosna. Entraban estas muchachas con el cabello corto, y desde que entraban dejaban crecer el cabello.


Era más mencionado el Cuicacalli ("casa-del canto"), al que iban los alumnos diariamente, desde su escuela, a recibir instrucciones de canto y danza. Estas actividades sobrepasaban una preparación puramente artística. El canto y la danza eran considerados en aquel tiempo formas muy elevadas de culto religioso, y el canto, en particular, una vía de transmisión del conocimiento, sobre todo el histórico.

El Cuicacalli era también la institución que introducía al individuo al trabajo comunal. Allí se distribuían a los alumnos, desde niños, las actividades tributarias: la siembra de los campos de beneficio colectivo, el batido de lodo con los pies para hacer adobes, la participación en la construcción de obras públicas.

Retórica: Arte y técnica de hablar y escribir con eficacia y corrección para lograr convencer al público o lector, provocar en él un sentimiento determinado o deleitarlo.
Verosímil: Que parece verdadero y cierto. Increíble, inverosímil.
Alpaca: Es uno de los cuatro camélidos sudamericanos. Este animal no existe en estado salvaje, al igual que la Llama, es una especie doméstica creada por la interferencia del hombre. Algunos científicos estiman que es una raza del Guanaco, otros reconocen la posibilidad que provenga de una especie propia.
No se sabe cual civilización implementó la cría de la Alpaca, sólo que fue mucho antes que los españoles llegaran a las Américas, bueno mucho antes de los Incas también. Mientras que en la Llama se favorecía su resistencia como animal de carga, en la Alpaca era su lana el principal interés.
Mortuorios: adj. Relativo a los muertos o las honras fúnebres.
Proeza: Acción de gran esfuerzo y valor. Hazaña, heroicidad.
Matalotaje: Provisión de víveres de una embarcación o una tripulación.



Austin López, A.(1996),  “La enseñanza escolar entre los Mexicas”, en Milada Bazant (coord.). Ideas, valores y tradiciones. Ensayos sobre historia de la educación en México, México, El colegio mexiquense.

Mastache, Alba Guadalupe y Robert H. Cobean (1995), “El México Antiguo” en El México antiguo. Antología de arqueología mexicana, México, SEP.



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